El otro
día leí una frase: “Somos lo que hemos leído”. Ya por el hecho mismo de leerla
entré en un bucle. Retomo la frase desde la distancia y en la sala de espera de oftalmología.
La sala
está llena. Todos sus asientos están ocupados y yo me hallo de pie tras ceder
mi sitio a un señor obeso que luce un bigote fino sobre unos labios carnosos. Le
miro. Si somos lo que hemos leído, y la frase no decía nada más, se podría
interpretar que se refiere a aspectos físicos. Por esta premisa, el señor debe
ser un devorador de libros. Le miro, admirado. Al poco empieza a vocear con la
perversa intención que le escuchen desde dentro de la consulta. Me horroriza
la gente que vocea. Más si construye sus berreos con palabras soeces y
gramaticalmente mal hechas. Retomo
la frase que leí. Seguramente no hace referencia a aspectos físicos, sino más
bien psicológicos. A pesar de que sus gritos tienen más que ver con cuestiones
de educación, no desestimo la posibilidad que este señor no haya abierto nunca
un libro. La frase:
“LLEVAMOS DOS HORAS AQUÍ SENTADOS DE LOS COJONES”
Está
mal construida y no tiene sentido.
Además se que acaba de llegar y miente. No me gusta la gente que
miente. Así pues, “somos lo que hemos leído” se trata sin duda de una frase que hace referencia a
nuestro modo de ser, a nuestro modo de entender la vida, a nuestro modo de
expresarnos…
Me
llaman. Entro en la consulta pensando en que, quizás, el señor obeso lee textos escritos
en mayúsculas.
Detrás de la mesa me recibe una doctora. Es una mujer joven. Su melena rubia y lacia cae sobre sus hombros como una cortina de agua dorada. Sus ojos ovalados me parecen bonitos. Intento mirar dentro pero tengo las pupilas dilatadas y no consigo centrar la mirada. Además no distingo bien sus rasgos. Está nerviosa, puedo notar sus nervios por como desplaza el aire a mi alrededor. Quizás los aullidos del señor obeso, en la sala, la perturban. Inunda mi mirada de más gotas.
Detrás de la mesa me recibe una doctora. Es una mujer joven. Su melena rubia y lacia cae sobre sus hombros como una cortina de agua dorada. Sus ojos ovalados me parecen bonitos. Intento mirar dentro pero tengo las pupilas dilatadas y no consigo centrar la mirada. Además no distingo bien sus rasgos. Está nerviosa, puedo notar sus nervios por como desplaza el aire a mi alrededor. Quizás los aullidos del señor obeso, en la sala, la perturban. Inunda mi mirada de más gotas.
¿Dónde
está el doctor Feliciano?
Esperaba encontrarme con mi oftalmólogo, con su aire despistado y su barba de tres días. Ha marchado a otro hospital. Quien está en su lugar es esta doctora.
Esperaba encontrarme con mi oftalmólogo, con su aire despistado y su barba de tres días. Ha marchado a otro hospital. Quien está en su lugar es esta doctora.
El doctor Feliciano fue mi oftalmólogo desde que empecé las
aventuras con mi ojo. Nos conocemos desde hace seis años. Él y su esposa, la
doctora García forman un equipazo. La doctora
se fue hace tres meses. Hoy se ha ido él. Ahora ya no están en este
hospital y, aunque me alegro por ellos, siento una pena profunda. La sensación de pérdida hace que casi no
preste atención a lo que me dice la joven doctora de melena rubia. Con el doctor Feliciano me llevaba
bien y no verle me causa un profundo desamparo.
Salgo de consulta. El señor obeso sigue incordiando. A su lado han quedado vacías dos sillas y hay más pacientes que esperan de pie. Habla de conducir vehículos de gran tonelaje por el desierto sirio para huir de este país. Me recuerda a Ignatius J. Really, protagonista de La conjura de los necios. Ignatius estaba muy leído, no cabe duda. El mundo carecía, para él, de geometría y teología. La ausencia inesperada del doctor Feliciano me confirma este punto. Antes los médicos eran para toda la vida, la suya o la del paciente. Ahora ya no. Esto es un error grave del sistema. Un sistema gobernado en general por necios.
Quizás me he equivocado con el señor obeso. Somos lo que hemos leído. Si solamente hablara más bajo.....
Vuelvo a mirarle mientras salgo de la sala. He tenido una idea y sonrío, con la mirada perdida y mis pupilas negras y grandes como dos pozos profundos.
Salgo de consulta. El señor obeso sigue incordiando. A su lado han quedado vacías dos sillas y hay más pacientes que esperan de pie. Habla de conducir vehículos de gran tonelaje por el desierto sirio para huir de este país. Me recuerda a Ignatius J. Really, protagonista de La conjura de los necios. Ignatius estaba muy leído, no cabe duda. El mundo carecía, para él, de geometría y teología. La ausencia inesperada del doctor Feliciano me confirma este punto. Antes los médicos eran para toda la vida, la suya o la del paciente. Ahora ya no. Esto es un error grave del sistema. Un sistema gobernado en general por necios.
Quizás me he equivocado con el señor obeso. Somos lo que hemos leído. Si solamente hablara más bajo.....
Vuelvo a mirarle mientras salgo de la sala. He tenido una idea y sonrío, con la mirada perdida y mis pupilas negras y grandes como dos pozos profundos.
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