Esta es una historia real. No
habla de reyes aunque Reyes sea el apellido de su protagonista. Tuve
conocimiento de la misma en consulta:
La noche cayó pesada aquél gélido día de
invierno. Con ella lo hizo la niebla. La doctora Elena Reyes
conducía su coche de vuelta a casa. Se alegraba de que, al menos, aún no hubiese nevado. Veloz atravesaba los campos, hendiendo la niebla compacta como
un paquete de harina.
Conocía la carretera mejor que la
palma de su mano. Según Reyes la palma de la mano no se la conoce casi nadie. Una
carretera en cambio sí y circulaba rápido por aquella. Había hecho ese camino miles de veces y conocía cada curva, cada
cambio de rasante, cada bache.
Imagen: https://pixabay.com/ |
No frenó antes de llegar a la
única pequeña población por la que pasaba la carretera. Tampoco frenó mientras atravesaba la aldea.
En aquella época del año y a aquellas horas el pueblo estaba desierto. En las
viviendas de chimeneas humeantes, los habitantes se refugiaban de aquella noche fría y
densa. Solo las ventanas ilumindadas abrían sus ojos que refulgían irreales en la bruma.
Las luces blancas de las farolas creaban halos. Parecían suspendidas en el aire
de la calle principal y daban un aire espectral al pueblo.
A la salida del mismo, un hombre corpulento apareció de repente de entre la
niebla. Se plantó en medio de la carretera con los brazos en alto. Reyes no
tuvo tiempo de esquivarlo y el coche le embistió. El golpe fue violento aunque
a Reyes le pareció extrañamente sordo. El hombre rebotó sobre el capó y
traspasó el parabrisas con la cabeza. Su cuerpo quedó perfectamente encajado en
él, quedando medio cuerpo en el interior del vehículo, del lado del copiloto.
Reyes frenó ligeramente y miró al hombre. Estaba inconsciente y la sangre
de una herida profunda empezaba a formar un charco oscuro sobre el asiento.
Tener un hombre incrustado en el parabrisas era sin duda un contratiempo.
Pensó en que debería llevarlo al hospital pero de inmediato desechó la idea.
Seguramente estaba muerto. Acababa de salir de una pesada guardia y
no se veía con fuerzas para volver.
Se aceraba a su casa cuando el hombre recobró el conocimiento:
— Pa...para…
A Reyes le
molestó que no hubiese fallecido. Volvió a considerar la idea de
llevarlo al hospital pero el agotamiento la hizo
desistir.
— Fff… Frío.
El hombre tenía
frío. Seguramente por la velocidad. Y por tener medio cuerpo fuera. Estaba perfectamente encajado. El cristal del parabrisas se introducía alrededor
del cuerpo, clavándose bajo la piel. A través del agujero no entraba ni una gota de
niebla. Ni un soplo de frío. Los brazos del hombre habían quedado al exterior.
Por compasión, Reyes aminoró la marcha y subió la calefacción.
Por compasión, Reyes aminoró la marcha y subió la calefacción.
— Aquí dentro
estarás caliente.
— ¿Dón...dónde
vamos? — balbuceó el hombre antes de quedar de nuevo inconsciente.
Ya llegaban a casa.
Entró en su
garaje. Su casa se encontraba en las afueras de un pequeño pueblo de casas unifamiliares, pequeños jardines repletos flores y tejados altos e inclinados.
La cabeza del hombre, colgando como un pelele, se balanceó violentamente con
las sacudidas del coche al entrar en el garaje.
La doctora Reyes detuvo el vehículo, bajó y le dio
la vuelta. El frío le había agrietado las manos, además estaban amoratadas. También se percató que aquél solo llevaba un zapato. El otro debió salir
disparado por el impacto. Su cabeza presentaba una brecha importante. Fue a casa. Al poco volvió al garaje con un cuenco de
agua tibia. Le limpió las heridas de la cabeza con el mismo afecto con el que
cuidaba de sus pacientes. Se dio cuenta que era un hombre muy bello. Realmente
muy bello. Él la miraba desorientado, con los ojos verdes vidriosos, pero no
hizo ningún movimiento.
Elena volvió a entrar en casa. Al poco aparecía en el garaje con un zapato.
— Creo que te
vendrá bien — susurró— fue de mi ex-marido.
El hombre del parabrisas no
respondió. Se había desmayado de nuevo.
Reyes le calzó el zapato y
regresó a casa. Era muy tarde y tenía hambre.
En la nevera había los restos de
la cena del día anterior. Los calentó en el microondas y sentada en el sofá
comió con calma. Al poco dormía rendida.
La despertó el alegre canto de los pájaros. Se presentaba un día soleado y
fresco. Tomó el desayuno y se dispuso a ir al trabajo.
Entró en el garaje y comprobó que el hombre continuaba incrustado en el
parabrisas. Lo miró con amor. Tenía aquellos preciosos ojos verdes abiertos. Inanimados. Reyes comprendió que había muerto. Un alivio, desde luego. Lo miró unos instantes. Aún muerto era muy bello.
La doctora Reyes arrancó el vehículo y salió, como cada día, camino de hospital.
Aquél día visitaría a sus pacientes
en la consulta contigua a la mía.
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