divendres, 29 de desembre del 2017

Cuento



Esta es una historia real. No habla de reyes aunque Reyes sea el apellido de su protagonista. Tuve conocimiento de la misma en consulta:

 

La noche cayó pesada aquél gélido día de invierno. Con ella lo hizo la niebla. La doctora Elena Reyes conducía su coche de vuelta a casa. Se alegraba de que, al menos, aún no hubiese nevado. Veloz atravesaba los campos, hendiendo la niebla compacta como un paquete de harina.
Conocía la carretera mejor que la palma de su mano. Según Reyes la palma de la mano no se la conoce casi nadie. Una carretera en cambio sí y circulaba rápido por aquella. Había hecho ese camino miles de veces y conocía cada curva, cada cambio de rasante, cada bache. 

Imagen: https://pixabay.com/

No frenó antes de llegar a la única pequeña población por la que pasaba la carretera.  Tampoco frenó mientras atravesaba la aldea. En aquella época del año y a aquellas horas el pueblo estaba desierto. En las viviendas de chimeneas humeantes, los habitantes se refugiaban de aquella noche fría y densa. Solo las ventanas ilumindadas abrían sus ojos que refulgían irreales en la bruma. Las luces blancas de las farolas creaban halos. Parecían suspendidas en el aire de la calle principal y daban un aire espectral al pueblo.
A la salida del mismo, un hombre corpulento apareció de repente de entre la niebla. Se plantó en medio de la carretera con los brazos en alto. Reyes no tuvo tiempo de esquivarlo y el coche le embistió. El golpe fue violento aunque a Reyes le pareció extrañamente sordo. El hombre rebotó sobre el capó y traspasó el parabrisas con la cabeza. Su cuerpo quedó perfectamente encajado en él, quedando medio cuerpo en el interior del vehículo, del lado del copiloto.
Reyes frenó ligeramente y miró al hombre. Estaba inconsciente y la sangre de una herida profunda empezaba a formar un charco oscuro sobre el asiento.
Tener un hombre incrustado en el parabrisas era sin duda un contratiempo. Pensó en que debería llevarlo al hospital pero de inmediato desechó la idea. Seguramente  estaba muerto. Acababa de salir de una pesada guardia y no se veía con fuerzas para volver.
Se aceraba a su casa cuando el hombre recobró el conocimiento:

   Pa...para…

        A Reyes le molestó que no hubiese fallecido. Volvió a considerar la idea de llevarlo al hospital pero el agotamiento la hizo desistir.

   Fff… Frío.

        El hombre tenía frío. Seguramente por la velocidad. Y por tener medio cuerpo fuera. Estaba perfectamente encajado. El cristal del parabrisas se introducía alrededor del cuerpo, clavándose bajo la piel. A través del agujero no entraba ni una gota de niebla. Ni un soplo de frío. Los brazos del hombre habían quedado al exterior. 
         Por compasión, Reyes aminoró la marcha y subió la calefacción.

   Aquí dentro estarás caliente.
   ¿Dón...dónde vamos? — balbuceó el hombre antes de quedar de nuevo inconsciente. 


Ya llegaban a casa.  
          Entró en su garaje. Su casa se encontraba en las afueras de un pequeño pueblo de casas unifamiliares, pequeños jardines repletos flores y tejados altos e inclinados. 
          La cabeza del hombre, colgando como un pelele, se balanceó violentamente con las sacudidas del coche al entrar en el garaje.
           La doctora Reyes detuvo el vehículo, bajó y le dio la vuelta. El frío le había agrietado las manos, además estaban amoratadas. También se percató que aquél solo llevaba un zapato. El otro debió salir disparado por el impacto. Su cabeza presentaba una brecha importante. Fue a casa. Al poco volvió al garaje con un cuenco de agua tibia. Le limpió las heridas de la cabeza con el mismo afecto con el que cuidaba de sus pacientes. Se dio cuenta que era un hombre muy bello. Realmente muy bello. Él la miraba desorientado, con los ojos verdes vidriosos, pero no hizo ningún movimiento.
       Elena volvió a entrar en casa. Al poco aparecía en el garaje con un zapato.

   Creo que te vendrá bien — susurró— fue de mi ex-marido.

        El hombre del parabrisas no respondió. Se había desmayado de nuevo. 
        Reyes le calzó el zapato y regresó a casa. Era muy tarde y tenía hambre. 

        En la nevera había los restos de la cena del día anterior. Los calentó en el microondas y sentada en el sofá comió con calma. Al poco dormía rendida.

         La despertó el alegre canto de los pájaros. Se presentaba un día soleado y fresco. Tomó el desayuno y se dispuso a ir al trabajo.
      Entró en el garaje y comprobó que el hombre continuaba incrustado en el parabrisas. Lo miró con amor. Tenía aquellos preciosos ojos verdes abiertos. Inanimados. Reyes comprendió que había muerto. Un alivio, desde luego. Lo miró unos instantes. Aún muerto era muy bello.
La doctora Reyes arrancó el vehículo y salió, como cada día, camino de hospital. 
Aquél día visitaría a sus pacientes en la consulta contigua a la mía.


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